Veo a los niños sin nombre y sin rostro,
susurrando en la oscuridad y la quietud.
Sostienen las velas que dibujan tu silueta
en el empedrado lúgubre de la casa de barro.
Sólo ellos son capaces de hacer trémula tu
voz
ya que conocen los secretos que guardas,
el tétrico sentimiento que invade las
habitaciones
y que escapa huidizo de los brazos
querubines.
Y te abrazan tiernamente entre aires de
ironía,
para luego despedirse rozando tu mejilla.
Veo a los segundos que acompasan,
ausentes de tristezas, impíos, cadentes,
la música de tu respiración que acalla
los pálpitos de dos corazones juveniles
presos del amor, presos del deseo.
Y los estrechos pasadizos que recorres
cuando te encuentras solitaria mientras
buscas
asilo en el frágil regazo de la ira.
Y pretendes aferrarte a ella antes que al
momento,
la sostienes como madre de malditas
razones.
Veo a los lamentos fantasmas que esperas.
No se oyen más, caen dormidos para siempre,
y en tu desesperación olvidas esas cartas
las firmas, las huellas, las tintas que
ahora reposan
como sombras que ansían conocerte
y las figuras de los amantes que te
persiguen,
serán tus espectros incesantes…
Los ladrones de tu cordura.
La sangre fluye al
mismo ritmo que las lágrimas
se pierden entre los sollozos…
Y el único perfume ahora
conocido es el de las piedras
de la casa de barro.
L.L
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