Caminando por una
estrecha callejuela rodeada de casonas antiguas, vagaba sin rumbo alguno,
pensando en mundos utópicos y realidades inalcanzables…
Yo un imberbe
jovenzuelo de cabeza gacha y hombros caídos, que con las manos en los bolsillos
de un pantalón raído, buscaba la filosofía del mundo entre las grietas del
pavimento.
Intentaba
encontrarla pero no la hallaba, aquella luciérnaga que vuela rutilante entre
las tinieblas del abismo de la incertidumbre, me era esquiva. Topé de pronto y bruscamente,
con un viejo roble de piel morena, caí de espaldas como botado por una fuerza
inamovible, el anciano no se inmutó. Me miró y sólo atinó a sonreír cortésmente
y mientras lo hacía pude notar como sus ojos se perdían entre las arrugas de su
rostro, su sonrisa que no era más que un rictus carente de emociones y de alegría
se esculpía en un rostro hosco y ajado de gestos toscos producto de una vida de
pesadumbre.
Siguió caminando.
El viejo sostenía un
bastón en su mano derecha, no era más que un tallo grueso, pero le servía de
soporte y compañero de camino. Con él vagaba por esa calle dando tumbos a
diestra y siniestra. Andaba al igual que yo, sin rumbo, por entre las casas soltando
entre pasos algunas frases sin sentido. Yo lo observaba desde el piso, caído y
apoyado en ambas manos, con cierto entusiasmo y algo de gracia por el andar
tambaleante del anciano. De pronto caminando, volvió la mirada hacia mí y sonrió.
Quedé impactado.
Su rostro ahora
dibujaba una sonrisa, no la sonrisa mostrada momentos antes, no… no era
burlesca, no era compasiva, no era sardónica… era de satisfacción.
Sonreí yo también, y
una energía llena de éxtasis recorrió de repente todo mi cuerpo.
Solté una carcajada.
El viejo me recordó
a la humanidad, y sonreía de emoción viendo al abuelo alejarse dando tumbos y tambaleándose
pareciendo bailar con una compañera invisible mientras recorría aquella vereda.
Intenté alcanzarlo para agradecerle pero cada vez se alejaba más y mis pasos
parecían hacerse más lentos y pesados. Por más que quería, no lograba
alcanzarlo, su bastón lo hacía perderse cada vez más por entre la calle como
devorado por las hambrientas casonas a su alrededor.
Me detuve y observé.
Comprendí entonces
que a la humanidad no se le puede capturar ni comprender, no se le puede educar
ni seducir, no puede alcanzársele ni interrogar, debe dejársela ir… Es un
trompo que gira a su ritmo, es un agujero negro que traga conciencias y con cada
giro escribe una nueva etapa, pero cada vez se hacen más lentos, y es que está
acabándosele la energía, está degenerando en un lento remolino de ideas, en una
perturbada mente colectiva, en un destino cada vez más incierto… en un viejo caminante
que usa un tallo como bastón.
He encontrado rumbo
ahora, doy una última mirada al viejo que ya casi es una imperceptible silueta que
se ha perdido entre las casas de aquel pasaje de edificios demolidos por el
tiempo.
Vuelvo a sonreír.
Ahora conozco la
filosofía que guardan las grietas del pavimento.
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